sábado, enero 15, 2005

LA HUIDA SIN FIN


Carretera asfaltada en dos direcciones.


El siglo XX ha dado al viaje una dimensión diferente, específica, que completa la tradición de la épica clásica.
Un viaje argumental que no es ni aventurero (como el de Jason), ni de vuelta al hogar (como el de Ulises)
Es un viaje que no tiene un objetivo final definido, un itinerario exterior y también interior, a veces absurdo, siempre existencial, una huida sin fin.
Un viaje preñado de aroma quijotesco, como bien apunta Ignacio Martínez de Pisón en su novela Carreteras Secundarias.
Es este un argumento esencial de este siglo, que ya encontramos en la literatura de Franz Kafka.
El protagonista de El Castillo es el primer conductor de este viaje sin salida: K. quiere huir del infierno burocrático y no puede.
Es un viajero pesimista que va hacia ninguna parte, que sólo encontrará en su destrucción su único momento de sentido.
Esta angustia existencial, que en Europa ha derivado fructíferamente hacia la conciencia del absurdo, toma en Estados Unidos una formulación concreta con la generación beat.
Como afirma Jack Kerouac En La Carretera (On The Road): "El Este es mi juventud, el Oeste mi futuro", planteando así una geografía espacial para este itinerario de huida a la búsqueda de un horizonte intangible.
Un viaje donde sólo cuenta la velocidad, el alcohol, acaso el sexo. Donde la única función que cumplir es moverse, ver todo el mundo con un coche. Porque ciertamente la carretera conduce a todo el mundo.
Estos quijotes del sueño americano proporcionan un aroma nómada que nos es familiar porque el cine ha inmortalizado algunos héroes de estas gestas aparentemente inútiles.
Argumentos basados en una huida que suele tener un hecho inductor común: la transgresión de la ley.
El Demonio De Las Armas (Gun Crazy, 1949), una joya de la Serie-B dirigida por Joseph H. Lewis, ya planteaba cristalinamente esta estructura con una pareja ocasional que inicia una carrera hacia la muerte, plagada de pequeños delitos que al principio parecen un juego, pero que irán cargándose de obsesión y de épica.
Esta estructura trasmite implícitamente una carga de pesimismo lúcido que no es ajeno a la conciencia de crisis de civilización que se desarrolló a partir de la mitad de los '60, especialmente en EE.UU.
Una lucidez no exenta de esperanza, de un cierto walthwhitmanismo capaz de mostrarnos el camino abierto, como una manera de recuperar el coraje y la obstinación, y el horizonte perdido como una metáfora del final feliz.
Esta necesidad compulsiva de seguir adelante se manifiesta en muchas de estas películas como un anclaje en la carretera, como si fuera allí donde se produce la recuperación de las raíces, como ya había plasmado John Ford en su memorable Las Uvas De La Ira (The Grapes Of Wrath, '40), filme producido por Darryl F. Zanuck, quien tuvo un papel destacado en la concepción final de The Vanishing Point, Punto Límite: Cero (1971), que así se llamó aquí el filme, es una road-movie extraña y singular, porque contiene la exaltación de la velocidad, pero también un purísimo sentimiento de búsqueda desesperanzada de la libertad.
Su rareza, su toque "europeo", dentro de una geografía inequívocamente americana es quizá fruto de que fuera un filme de procedencias cruzadas, a partir de un hecho real: un joven de dieciocho años circula a toda velocidad por las calles de San Francisco; la policía lo persigue durante ocho horas, hasta que finalmente logra formar una barrera insalvable en su camino.
El joven se lanza contra esta barrera policial destruyéndose él y su coche.
Investigaciones posteriores demostrarían que no había cometido ningún delito, que el coche era de su propiedad y sólo podía haber sido acusado de exceso de velocidad.
Esta historia sería transformada en guión por Guillermo Cabrera Infante, producida por Richard Zanuck (con Darryl a la sombra) y dirigida por un director americano no especialmente dotado, Richard C. Sarafian.
El resultado, pese a todo ello, es una obra maestra del nihilismo cinematográfico.
No sabemos casi nada del personaje protagonista del filme, un hombre sin identidad llamado Kowalski, al que un amigo llama K., en irónica referencia al héroe de El Castillo.
A lo largo del filme y de su carrera hacia adelante aprenderemos vagos detalles sobre su vida: era ex combatiente, ex corredor de coches y ex policía.
Un conductor impasible, una especie de centauro eléctrico, una alma móvil, "la última alma libre" como le llama el locutor de radio que convertirá su viaje en gesta. Un locutor negro y ciego: un ciego conduce a otro ciego.

LA VELOCIDAD Y EL OLVIDO

Durante este viaje de tres días, Kowalski atraviesa tres estados, Colorado, Nevada y California, perseguido por un sinfín policial.
Su paisaje es el del desierto, lugar que es a la vez acogedor y desolado, como si fuera un territorio propio.
Un paisaje que en una precisa fotografía de John Alonzo fija algunas de las iconografías de esta "idea del siglo": el retrovisor como espejo de uno mismo, los postes telefónicos de la carretera unidos por un hilo invisible y esa predominancia de la carretera con el coche unido indisolublemente al asfalto.
El protagonista es un hombre que conduce. O mejor, que se deja conducir por su auto en un gesto impulsivo y gestual, que asombró en su momento al diseñador Ettore Sotssas, que años más tarde recordaba la influencia que tuvo este filme en su vida. Cuenta Sotssas que Punto Límite: Cero cambió sus valores al mismo tiempo que su manera de conducir.
En aquella década de los '70 venía a menudo a Barcelona a visitar a su novia. Y en estas idas y venidas entre Milán y Barcelona (del que salió un libro precioso, Design Metaphores), el fundador del grupo Memphis se reencarnaba en Kowalski. Por eso conducía como el: "Aprendí que es el coche el que te conduce a ti".
La velocidad y la memoria. O mejor dicho, de su pérdida, Punto Límite: Cero plantea en términos indiscutibles la relación íntima que existe entre la voluntad de olvidar y la velocidad.
El conductor que corre no piensa en el pasado, en todo caso sólo en el futuro.
Milan Kundera estableció años más tarde en La Lentitud esta ecuación: "El grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido". Punto Límite: Cero es también un filme de frontera, que reivindica en este vago federalismo que significa superar la línea divisoria de un Estado, el deseo de libertad individual. Demasiado tarde, quizá. Porque la policía de Punto Límite: Cero no conoce barreras. El Poder actúa de forma fría e implacable. Su lógica de control y de represión anuncia el fin de todo sueño americano. Es por ello que este héroe tiene conciencia antiheroica. La carretera es su único mundo. El final en el que se abalanza contras las apisonadoras que le cierran el paso es de una radicalidad absolutamente inédita en el cine americano.
Este final choca contra cualquier posibilidad de esperanza, de aquella vaga sensación de un mundo mejor que se establece en los últimos segundos de muchos filmes que se muestran un camino que se pierde en el horizonte.

EL PESIMISMO AMERICANO

Punto Límite: Cero
podría ostentar la primacía de una característica innovadora: ser de las primeras películas que deciden no poner las palabras "the end" al final de su historia.
Esta novedad en la escritura de sus imágenes y en la manera de resolver su final proporciona una sensación de encadenamiento con otras obras maestras posteriores protagonizadas por personajes igualmente perdedores -como en Malas Tierras (Badlands, 1973) o Fat City, Ciudad Dorada (1972), que parecen construir un único filme sobre el pesimismo americano.
Con esta ausencia de final explícito, Punto Límite: Cero lleva al punto límite su radicalidad.
Es un filme que plantea la huida sin fin en un triple sentido: sin fin porque es una huida inacabable, sin fin porque no tiene ninguna finalidad ni objetivo y sin fin porque prescinde del "the end". Kowalski muere, pero la carretera y el mundo siguen, sin él.


JORDI BALLÓ

Escritor y profesor de Comunicación Audiovisual
en la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona)

Artículo publicado originalmente en La Vanguardia el 11 de junio de 1996, coincidiendo con la celebración de Cinema i Pensament. Les Idees d'un Segle a Través d'un Film, una serie de lecciones organizadas por el Institut d'Humanitats de Barcelona en conmemoración del centenario del cine.